lunes, 22 de marzo de 2010

XIV PREGÓN DE SEMANA SANTA

Fernando Ruiz Retamar

Reverendo Sr Consiliario,
Distinguidos Hermano Mayor y Junta de Gobierno de la Hermandad y Cofradía de Nazarenos de Nuestro Padre Jesús de Pasión en su Tercera Caída y María Santísima de los Desamparados,
Sr. Presidente de la Agrupación de Hermandades y Cofradías de esta noble ciudad de Almería,
Hermanos Mayores de las Hermandades y Cofradías que nos acompañan,
Hermanos de Pasión, cofrades de esta y cualquier otra Hermandad,
Amigos a los que es imposible nombrar, pero que están muy presentes en mi ánimo,
Señoras y señores:

Permítanme que en primer lugar devuelva a mi presentador el cariño que me ha dedicado, pues solo a tu hombría de bien y al afecto pueden deberse las palabras tan amables que acabas de pronunciar, que tal vez has pretendido que hablen bien de mí, pero que todo el que nos conoce a los dos sabe que solo hablan bien de ti. Gracias.

Si he de serles sincero, no sé qué hago aquí. No ostento cargo alguno en instituciones eclesiales, ni tengo experiencia en estas lides y, aunque la procesión vaya por dentro, ni siquiera soy cofrade. Sí soy, gracias a Dios, un cristiano de la calle.

Tras la invitación tan gentil de esta Hermandad y ante la imposibilidad de sortear la firmeza perseverante del Hermano Mayor, abocado ya sin remedio a verme inerme frente a ustedes, he releído con avidez los pregones que se han proclamado a esta y también a otras Hermandades a lo largo de los años. Mi desconsuelo ha ido creciendo al par de mi admiración al encontrarme algunos lúcidos y penetrantes, sonoros como la banda de un paso de Cristo, que dejan el ánimo enardecido y la sensibilidad removida; otros agudos e incisivos como un solo de trompeta; otros armoniosos, bellos y brillantes como una preciosa marcha de Virgen. Todo ello está fuera de mi alcance porque yo, que no soy más que un cristiano de la calle, a duras penas me atrevo a pregonarme a mí mismo. De modo que me temo que estas palabras van a ser, en el mejor de los casos, como un triste tambor destemplado en noche de lunes santo, roto en su soledad, sin compás ni brillo, perseverante sólo en su voluntad de acompañar de cerca al Señor de Pasión y la Virgen de los Desamparados durante su deambular por las calles de Almería. Quieran ellos que la torpeza monótona de este martilleo no sea estorbo para que desde el interior de alguno de ustedes se arranque alguna saeta, un quejío íntimo que brote desde lo hondo de uno mismo para, sin ruido de palabras, irse hasta el cielo con un jirón de alma, como un requiebro a Jesús en su tercera caída o un piropo a su Madre, que es la nuestra, siempre cercana, siempre tan guapa.


Con ese anhelo de que quien pueda cantar por dentro lo haga, golpeo mi tambor destemplado en esta iglesia que es un monumento de fe del pueblo almeriense en Cristo, un beso de piedra que da al Señor su barrio, una ventana de luz que alumbra el misterio de Jesús en la Eucaristía, en cuyo amor fue maestra esa santa impresionante cuya imagen nos mira desde el retablo, devorada por la llama de amor viva, arrodillada -como no- junto a la Cruz.

Cruz de guía

Lunes santo. Almería va recogiendo su cielo blanco que se incendia de llamaradas rojizas, retazos anaranjados, destellos cárdenos, jirones violáceos, como si Dios desplegase su mejor paleta de colores para pintar un manto a la tarde, para embellecer la noche en que su Hijo sale, cruz al hombro, en busca del cumplimiento de su voluntad, como si Dios pintara el cielo para enriquecer los brillos en los ojos de su Madre. El sol se acuesta sobre la Sierra de Gádor alargando sus sombras hasta acariciar la bahía, que brilla como una luna de plata frente a los últimos rayos del sol que se estrellan mortecinos sobre sus olas quietas. Diríase que también las aguas contienen el aliento, como en aquella madrugada de enero en que la Virgen paseó por ellas de camino a su casa, de camino a esta ciudad que la mima y que la quiere como se quiere a las madres.

En la calle Rafael Alberti el gentío se rebulle inquieto frente a la puertas de santa Teresa, que alza al cielo sus muros nobles como una llamarada blanca. Se abren las puertas y la cruz de guía sale a la calle, forjando a su paso la estación de penitencia. La cruz siempre delante, como en la vida, como cada día: para qué vamos a extrañarnos si bien claro nos dijiste, Nazareno, que para ir detrás de ti hay que seguir la Cruz; es más, hay que cogerla -a veces en peso y otras a rastras- con una sonrisa, como quien sabe que al hacerlo se está configurando contigo, que en esa contrariedad nos esperas para ver de qué temple estamos hechos, para darnos tu gracia y aumentarla con esa pequeña fidelidad nuestra a lo que la vida pone en nuestro sendero. Quien no la coge no puede seguirte. Quien la rehúye se condena a no ser nunca feliz. Esto tendrás que explicárnoslo a solas, Señor, como a los discípulos las parábolas, porque no nos vas a negar que es a veces bien oscura la luz con que nos hablas.

Capirotes morados van sembrando las calles hacia Artés de Arcos, vistiendo de penitencia tu barrio, Jesús de Pasión, para disponerlo a recibirte. La cera se desgasta en oraciones y la curiosidad se muda en plegaria. Se ha perfumado el aire de la tarde con los aromas del Parque, con la brisa del puerto, con el azahar de las calles, como si se hubieran abierto los balcones del cielo y los bienaventurados se asomaran desde las blancas barandillas para ver salir a su Maestro. Los nervios sacuden a los músicos como una descarga eléctrica, los niños se encaraman a los hombros de sus padres, todos los cuellos se alargan, todas las vistas se clavan en la puerta que te enmarca.

Suena el llamador. A esta es. Y con pasos lentos Dios se asoma a la calle, estalla la banda porque no pueden estallar los corazones y, a falta de de voz, las manos baten palmas para recibirte, Señor. Como nadie te gana en amores finos, tampoco te extrañará que se humedezcan algunos ojos, y que a otros se nos forme un nudo extraño en la garganta.

Vienes, Jesús de Pasión, roto desde que alboreara la mañana. La noche ha sido larga y tus verdugos se han divertido con golpes brutales, salivazos y bofetadas, afrentas terribles que han tallado surcos en tu cara. Te han paseado por las calles, y también nosotros te hemos abucheado, sin acabar de entender porqué gritamos insultos quienes el domingo te aclamaban; te hemos acompañado al Pretorio, hemos visto cómo se asusta un juez ante una multitud manipulada, y hemos jaleado, uno a uno, los azotes que han rasgado tu carne santa. Cuando los legionarios te dejaron, Señor, no eras más que un amasijo de piel ensangrentada, y hemos bramado como bestias cuando te pusieron en la cabeza una corona de espinas largas y a ti, que eres el único Rey, te han coronado de burlas, te han puesto en la mano una caña, vacía como tu cabeza, decían los sanedritas a las masas.

Y sobre tus hombros han tendido un trapo viejo como una broma macabra a la majestad que eres. Te han sacado con la Cruz al hombro, tu cuello y tus brazos se desgarran con el roce del madero. La chusma te grita -te gritamos- cosas inhumanas. Los soldados te golpean y te insultan, te arrastran con tirones y patadas. Y te has caído, Señor, porque tu corazón no ha podido soportar tanta ingratitud en quienes amas. Te han levantado a latigazos. Nadie se acercó, nadie. Tu amor solo ha sido tu palanca.

Entre la marea de la muchedumbre hemos visto como te encontrabas al volver una esquina con tu Madre Inmaculada: no hay palabras en el mundo que describan el dolor de tu alma, ni tampoco la amargura de la suya, que te has cargado a la espalda, y has seguido calle arriba, sin un lamento ni una pausa.

El Cirineo y la Verónica son prueba de que aún hay esperanza, de que en este mundo podrido, aún quedan gentes honradas: al compadecerse de Ti, Señor, ennoblecen nuestra raza. Ni con la ayuda de Simón has podido mantenerte en pie, y por segunda vez has caído al suelo. Se destrozan tus rodillas contra las piedras. La chusma grita con nueva rabia. Algunas mujeres lloran y Tú ¡te acercas a consolarlas! No hay quien te entienda, Señor: tienes el cuerpo roto, hace rato tienes también quebrantadas las entrañas, nadie te queda, todos contra ti, ¡y tú sigues pendiente de las almas!

Pero ahora ya no te sostienes,
en la falda del Calvario;
te insultan los sacerdotes
y te golpean los soldados,
la Cruz te desgarra el hombro;
tienes los pies destrozados
por las piedras del camino,
por llagas y latigazos.

Y te vienes hacia el suelo,
por tercera vez temblando,
y te aferras a una piedra
para mantenerte en alto,
para seguir cuesta arriba,
a la cumbre del collado,
para derramar tu amor
hasta los bordes del vaso.
Tu rostro, tinto de sangre,
sereno y proporcionado,
es hermoso como debe
todo un Dios que se ha hecho humano,
y esos ojos como almendras,
hacia la tierra humillados,
alumbran con su mirada
y tornan perdón por daño.

En los pies con los que intentas,
alzarte aunque sea en vano,
quisiera yo poner mi vida,
con el alma a flor de labios.

Tu mano sobre la Cruz
en que morirás clavado,
con ternura la acaricia,
la toca con gran recato,
como rozan los que aman,
el rostro que aún no han besado:
locura de amor, locura,
¡loco Dios enamorado!

Pasa Jesús y las miradas se hacen oraciones, los labios besos. El corazón desasosegado por su mirar profundo siente con nitidez su miseria y su desamparo y busca refugio en la Virgen, que ya camina tras su Hijo por las calles de Almería. Siempre detrás de Jesús, siempre fiel.

Cuando Cristo apenas acaba de pasar y se ve llegar el palio -siempre tan bien traído- de la Virgen de los Desamparados que viene a doblar hacia Hermanos Machado, una mujer de la primera fila mira primero al Hijo y luego a la Madre y se incorpora decidida. Es una mujer del pueblo, una señora del barrio, con esa edad indefinida de las mujeres que dejaron de cumplir años a los treinta y dos y hacen lo posible porque así lo parezca, aunque hayan pasado algunas décadas por las hojas del calendario. A medida que el paso se acerca se come a la Virgen con los ojos, aunque gira de vez en cuando la cabeza hacia Jesús que se marcha hacia la Rambla. Por lo atrevido de su gesto, uno pensaría que va a gritar un piropo, en el estilo de aquella otra mujer del Evangelio, que le dijo al Señor que pasaba “Bendito el vientre que te llevó y los pechos que te criaron”; como esta es almeriense y no galilea, me espero el mismo piropo traducido a nuestra lengua, algo más castizo, mucho más recio. Pero no. Se remueve entre la gente sin salirse de la fila hasta quedarse frente a la Virgen que se mece a pocos metros. Empieza entonces a hablar bajito, como para sí misma: “Hay que ver, Madre mía, llevo aquí toda la tarde esperándote para decirte algo y ahora que llegas no me sale nada. Ya sabes las cosas que me pasan. En fin, qué quieres que te diga, ¡qué guapa vienes, María!”

Y es verdad que viene guapa, destellos rojizos en su rostro serenamente doliente, brillos en sus lágrimas, primorosamente vestida, como siempre; el corazón roto por una espada.

Entre los cirios brilla mi Señora
con el limpio fulgor de las estrellas
y en su rostro dos ojos que destellan
con las luces rosadas de la aurora

manifiestan la gracia que atesora
en su alma inmaculada de doncella;
con igual gesto de sus manos bellas
recibió a su Hijo y lo sigue ahora.

Bajo palio de plata se pasea
la gran joya que Dios nos ha entregado
y como Madre al hacerlo se recrea

regalando su ternura y su cuidado:
¡no es almeriense quien en ti no crea
María Santísima de los Desamparados!

Oliveros


Avanza el Señor hacia la Plaza Circular, sereno en su caminar, solemne y sin estridencias como le es propio, como le ha sido propio desde el primer día que pisara la calle merced al trabajo de su cuadrilla. Costaleros que hoy son los pies de Dios, como cada día ellos mismos y tantas otras personas son sus manos, que mejoran el mundo con su trabajo; son sus brazos dispuestos al esfuerzo para ayudar a otros; son el gesto que traduce la sonrisa de Dios para alegrarle la mañana a la esposa, al esposo, al hijo, al vecino, al compañero de trabajo.

Porque Tú, Señor, que eres subsistente y no nos necesitas para nada has querido necesitarnos. Tú que harías las cosas mucho mejor sin nosotros, has preferido que seamos nosotros quienes las hagamos, concediéndonos el privilegio de trabajar por ti, de prestarte nuestras pobres personas para, con entera libertad, ser otros Cristos. Sabes bien que a veces no nos damos cuenta de que somos Iglesia, que es tu cuerpo, ignoramos que en la Iglesia, unida a su Cabeza que eres Tú, nosotros desarrollamos humilde y calladamente la función que nos corresponde: hoy pie, mañana mano, más tarde corazón. Cuando nos preguntamos ante esta o aquella catástrofe ¿dónde está Dios?, ¿por qué Dios no hace nada ante la pobreza, la marginación, la soledad, el abandono, el hambre, el desamparo de tantas personas? Quizá Dios podría contestarnos: “claro que he hecho algo: te he hecho a ti, a ver qué haces”. Si cumplimos libremente tu voluntad Señor, completamos tu obra, nos convertimos en tus manos, tus ojos, tus oídos…nos hacemos Cristo. Y al ver tu imagen en nosotros el Padre puede llamarnos sus hijos ¡y lo somos! Hijos en el Hijo, tanto más hijos cuanto más nos parecemos a ti, Jesús, que eres con propiedad el Hijo.

Qué humildad la tuya, Señor, para dejarte servir por tan poca cosa, para esconder un poco de la grandeza de tu poder en nuestras pobres personas. Qué delicadeza la tuya, Señor, al habernos dado una inteligencia, una chispa de tu entendimiento divino, que nos permite completar tu creación. Inventaste para nosotros procesos mentales y dotes personales que nos ha capacitado para crear las artes, las ciencias o la música. Inventaste a las madres para poder besarnos con sus labios… aunque a veces…aunque a veces tienes que bajar Tú mismo a besar sin intermediarios a esos niños que no nacen porque no los quiere nadie, tan solos, tan rotos, que ante nuestra pasividad cobarde tienes que acunarlos Tú con amor de padre… y de madre.

Todo eso llevas al hombro este lunes santo, Jesús, por eso tu Cruz pesa tanto. Tu cuadrilla te presta, valiente, su gracia, su cansancio y su energía para llevarte al Calvario, se abrazan a la trabajadera como Tú te agarras al madero; acompasan sus pisadas, como acompasas Tú tu voluntad a la de tu Padre; consiguen que sus corazones, como sus cuerpos, latan como un solo corazón, un latigazo de energía que recorre las entrañas de tu paso desde el martillo hasta las patas, de los costeros a la corriente, un estallido de vida que se desborda y sale de la canastilla como una explosión de fe y de cariño por Ti que contagia a los que miran, a los que quizá sólo pasan. Tus costaleros trabajan y se ocultan, no se los ve, quieren servirte, gastarse por Ti y no llevarse ningún mérito porque su anhelo que solo Tú te luzcas. ¡Cuántas lecciones me dan para cada día de mi vida!

El costalero de Pasión, como todos los costaleros cabales, sabe que no lleva encima a Dios. Sabe bien que a Dios en cuerpo y alma solo lo llevaría sobre su costal si tuviera el privilegio de sacarlo en la Custodia en día del Corpus; como tampoco ignora que a Jesús vivo puede llevarlo consigo cada día de su vida después de comulgar. Eso es cierto, pero el costalero sabe también y al mismo tiempo que no carga con un trozo de madera, ni siguiera con una bonita obra de arte. Ningún leño pintado podría arrancar de su pecho lo que en él brota cada lunes santo, ningún enamorado afirmaría que la fotografía de su amor es una simple cartulina, ni aceptaría que eso que besa es un mero trozo de papel, nadie que sepa querer trata con indiferencia a la imagen de su amado, que hace más próxima su presencia a sus ojos, a su memoria, a sus labios, a su inteligencia y a su corazón.


Y te sacan a la calle, Señor, para que la gente te vea, para que la gente te diga, para ponerle fácil el encuentro a quien no tiene costumbre de venir a Ti. Pero Tú, que amas la calle y en ella estás en tu propio ambiente, también hablas, confrontas nuestras excusas con la verdad de tu mirada. Tú, que eres la Verdad, nos quieres por lo que somos, mejor, porque somos. A Ti no podemos engañarte, nos sondeas y nos conoces mejor que nosotros mismos, contigo no sirve esa imagen tan trabajada que presentamos a los demás, los envoltorios y los oropeles con los que adornamos nuestra miseria, las gafas de colores con las que nos miramos a nosotros mismos.

Tú sabes mejor que nadie lo que de verdad somos ¡y aun así nos amas! Y ese gentío que se cruza contigo mientras atraviesas la Rambla encuentra en tus ojos dolientes un espejo para ver su alma, más allá de las apariencias, más allá de las conveniencias, por detrás de la risa. Y, como dijo el poeta, al vernos en el amor que Tú nos tiendes como un espejo ardiente, cae por el suelo la careta y se rompen sin ruido de cristal nuestras excusas. Queda desnuda frente a tu cuerpo flagelado nuestra libertad: sabemos lo que valemos porque sabemos lo que tú has pagado por nosotros. Ahora podemos estar a la altura…si nos da la gana. ¡Señor, danos ganas!

Cirene

Tras el alboroto de la Rambla y la plaza Circular, la luz tenue de la calle Gerona tiene sabor de intimidad. Allí te encontré por vez primera, Jesús de Pasión, y aún no se me ha olvidado. Mis hijos sobre mis hombros, mis alumnos bajo tu paso, mis ojos sobre tus ojos y una oración en los labios. Allí mismo se prendó de ti el más cofrade de mis hijos, que te miraba fijamente mientras su hermana me preguntaba con voz insegura de niña: “¿quién es tu amigo, papá, cómo lo encuentro?” Y sin apartar los ojos de ti: “es sencillo, hija, busca al nazareno más alto”.

Calle Gerona, Pasión, luz de intimidad.
La procesión se remansa
como si fuera un torrente,
tras pasar entre fulgores
la plaza de Emilio Pérez.
Despabilan ya las velas,
se alinean los penitentes;
por el fondo de la calle
se ve ya a Jesús que viene,
agarrado a su madero,
las fuerzas no le sostienen,
su rostro desfigurado
por el dolor hondo que siente,
empeñado en redimirnos
se levanta como puede;
abandonado de todos
tan solo Él permanece:
¡qué solo vienes, Señor,
en medio de tanta gente!

Si el Paseo es el Calvario,
calle Gerona es Cirene,
y cirineos van llegando
-su paso apenas se siente-
para ayudar al Señor
a llegar hasta la muerte
que se hará vida preciosa
por su amor omnipotente.

Lo miran desde la acera
o desde las filas se vuelven
a contemplar a Jesús
que los espera paciente,
-dos mil años esperando
como un amante silente-
y darían lo que fuera
por ser un poco más fuertes,
por tener la valentía
y el coraje suficientes
para agarrarse al madero
y cargar gallardamente
el peso de los pecados
que llevas solo, sufriente.

¡Señor, tu mirada me levanta
y las entrañas me enciende!
Aunque yo bien me conozco
y sé que soy peso inerte,
me atrevo incluso a decirte
lo que me viene a la mente:
que quiero arrimar el hombro
para eso que Tú quieres,
que estoy dispuesto a ayudarte
en lo poco que uno puede,
¡Que si el mundo es el Calvario,
mi corazón es Cirene!

Desamparados

Al final de la calle Álvarez de Castro Jesús encuentra a su Madre por el camino por donde Él pasa, y como buen Hijo se acerca a consolarla con un beso, con una mirada. María del Mar que desde tu camarín de Santo Domingo velas por cada uno de tus hijos (cinco siglos esperando una mirada, un gesto; cinco siglos pagando con medida maternal cada pequeño esfuerzo nuestro) ¡cómo vuelcas tu corazón con tu Hijo que sube a verte! ¡Cómo sonríes a los hermanos que te lo llevan! En el cielo oscuro de esta noche negra tú eres la única estrella, la estrella del mar, el lucero de la mañana, la única luz que espera encendida el día. Tú, que eres para nosotros esa ternura de Dios que son las madres, ayúdanos a tener tu esperanza, a convertir en obras nuestra fe.

Tras su hijo, María de los Desamparados se adentra en el Paseo, la marea humana que la rodea no la distrae de su cometido y su rostro bello murmura oraciones. Como en aquella madrugada de Nazaret, vuelve a decir una vez tras otra “fiat!, ¡hágase tu voluntad, aunque yo no la entienda! Como sé que todo lo sabes, Dios mío, como estoy cierta de que me amas y solo quieres mi bien, amo tu voluntad aunque me hiera, aunque me atraviese el alma como este puñal que se clava en mi pecho”. Y ese brillo, ese garbo de su alma se contagia a la cuadrilla que le presta su gracia y su alegría, su trabajo, su cuello y su cintura. Se cuadra el paso de la Virgen en el Paseo y, al hacerlo, su manto se dilata hasta el puerto y la bahía, se adornan las puntillas de su cola con los arrecifes de Cabo de Gata, con los reflejos de las lagunas del Sabinal, con el brillo de las arenas de Torregarcía y el Zapillo, de las playas de Aguadulce; se borda su saya roja con la plata dorada de las estrellas que se reflejan en las olas quietas, con las luces de faena de los pescadores. Su corazón late al compás del de su Hijo y con el suyo se acompasa el de todos los almerienses. A su lado se vive de esperanza porque junto a ella nadie está desamparado.

¡Guapa, guapa! Qué pobres palabras, las mismas que utilizan los niños pequeños que apenas conocen otras cuando acarician a su madre, cuando quisieran decirle que la quieren, que no conocen a nadie mejor ni más amable, que darían lo que fuera por ahorrarle un dolor, cuando no saben cómo pedir perdón por alguna travesura. ¡Guapa, mamá, guapa! Cuántas cosas en una palabra, cuántos sentimientos, cuántas promesas de que esta palabra no será solo una palabra ni este sentimiento será solo un sentimiento.

¡Madre! Qué hermoso término. Madre de los Desamparados, llévame contigo detrás de Jesús. Y agarrados a los varales del palio de la Virgen nos vamos con ella Paseo arriba, cogidos de su mano subimos el próximo repecho de nuestra vida, doblamos la esquina de la próxima dificultad, disfrutamos la música de la próxima alegría. No hay lugar para el desamparo: sé que si fuera el hombre más criminal de la tierra, aún así mi madre me querría, que si mi cuerpo fuera una pura llaga maloliente, aún así mi madre me besaría y, en palabras de san Josemaría, ese amor y ese beso de mi Madre la Virgen serían como un soplo sobre las brasas de virtudes que se ocultan bajo la ceniza de mi comodidad y mi tibieza. Sopla, Señora, sopla; provoca una brisa que levante llama viva, que convierta en obras los sentimientos, en hechos las palabras, el dolor en alegría, la vida en Cielo.

¡Madre!, ¡Guapa! ¡Qué hermosos vocablos, qué pobres palabras!

Penitentes

¡Cómo pesa el cirio por Marqués de Comillas! En la penumbra de la calle estrecha los pies se resienten del camino, la boca se nota seca, el brazo se acalambra por el peso de la cera. Estación de penitencia, una vida a cámara rápida.

Al paso de las horas pesa el cirio como al cabo del día pesa el fonendo, la llave inglesa, el teclado, la tiza, el teléfono, la azada o el volante; pesan el esfuerzo y el cansancio, pesa el amor a los detalles, a la labor bien terminada en su momento, pesa la sonrisa y cansa el orden y la aparente monotonía de los días aparentemente iguales. Y en la vida, como en la estación de penitencia, no hay dos jornadas idénticas, cada una es única e irrepetible, una joya para engastar en el ajuar de nuestra alma o unas horas que pasan sin dejar huella, como sobre las piedras corre el agua.

Los hermanos de Pasión han salido a acompañar al Señor, a no dejarlo solo en su dolor, en la senda del Calvario, y al hacerlo le dan gloria, le ofrecen el esfuerzo, lo preparan con mimo, todo lo hacen por Él y junto a Él recorren el camino. Sin esa disposición y ese empeño la devoción se mudaría en folklore, el amor a los detalles se tornaría vanidad, el esfuerzo bajo la trabajadera o tras el capirote se volvería mera autoafirmación inútil. Lo que convierte un desfile en una estación de penitencia es llevar a Jesús, llevarlo fuera… y llevarlo dentro.

Así en la vida. Como cristianos no nos cabe la chapuza, pero nos esforzamos en trabajar bien para mayor gloria de Dios, no para sentirnos valiosos ni para merecer alabanzas. Intentamos llegar lo más alto posible en nuestra profesión para poner sobre esa cima a Cristo, para que desde allí reine y atraiga a todos hacia Él. Para que no se nos vea y solo Él se luzca. Para reparar un poco con esa alegría y ese cuidado el mucho daño que a Jesús le causa la miseria de nuestros pecados. Sin salirnos de nuestro sitio, haciendo bien lo que en ese momento debemos hacer. Del trabajo a la diversión y de la vida de familia al descanso o al deporte estamos corredimiendo, sosteniendo un poquito de la Cruz, ayudando a los que nos rodean, haciendo un mundo mejor: ¡nos estamos haciendo santos! Al ofrecerle cada paso y cada hora, lo vamos sintiendo cerca, lo vamos sintiendo dentro, y ahí es donde los demás lo encuentran.

Qué alegre peso el del cirio que puede tener tan alegres consecuencias.

Rambla

Jesús entre las palmeras. ¡Qué bella estampa! Dios que se pasea, como nosotros, por la Rambla. Hachones de luz, miradas, ciriales al cielo, oraciones que brotan sin ruido de palabras. Capirotes morados, Jesús que pasa.

Por Molina Alonso, poquito a poco avanzan. Rafael Alberti. No los voy a encerrar, no puedo quitarlos de mi mirada, no puedo cuando aún no han salido este año (¡qué alegría esperanzada!)

Camino a Santa Teresa voy avanzando, parándome a cada paso, volviéndome a mirarla.

¡Qué guapa, Madre, qué guapa!
¡Qué reina bajo tu palio,
qué Madre en tus manos blancas!
No me aparto de tus ojos,
luces del Cabo de Gata
que brillan como dos faros
para devolverme a casa,
que me atraen como a los barcos
y hasta el camino me allanan,
me dicen donde está Dios
y por donde se lo alcanza,
pues para llegar a Jesús
Tú eres, Madre, la entrada:
tras los pasos del Señor
nos llevas como en volandas,
y cuanto más te queremos
tanto más nos adelantas
en la senda de tu Hijo,
camino de sus moradas.

Te llamamos y respondes
como en Caná con el agua
que después se volvió vino
al rumor de su palabra:
“id y haced lo que Él os diga,
hacedlo pronto y sin tacha,
y surgirá la alegría
como brota ahora en mi alma:
que me mande mi Señor,
que para eso soy su Esclava”.

Con tan buenos consejos de mi Madre avivo el paso para plantarme delante de Jesús de Pasión.

Menos pasos, capataz, menos pasos quiero. Llévalo despacito, como tú sabes llevarlo, que tengo que hablar con Él porque no voy a encerrarlo.

Me da miedo decirte que te quiero. Me da miedo porque sé qué vas a responderme: “¿Amores? De eso va el Mandamiento Nuevo” Y desde tu monte de lirios, hermoso y doliente me sonríes: “¿amores?, aquí los ves, la Cruz al hombro, la corona de espinas, los azotes, los salivazos: obras son amores y no buenas razones”

Y yo he leído a Aristóteles, que no tuvo la suerte de conocerte aquí en la Tierra, pero a quién tú iluminaste con destellos de tu verdad. Amar es querer el bien para el otro, afirma el viejo griego. Querer con la voluntad, como quiero estar aquí, como quiero salir a la calle el lunes santo, como quiero estar con los amigos o besar a mis hijos, como quiero trabajar. Querer, más allá del sentimiento y la apetencia. Querer, Señor, más allá del flechazo, del pulso acelerado y los ojos ciegos de luz, más allá de todo eso tan bonito como la puerta de oro puro que custodia la cámara de los tesoros, puerta engastada de rubíes y brillantes, tan hermosa que da gusto mirarla, tan brillante que se pasaría uno la vida ahí sentado, mirando, sin atreverse a cruzarla.

Pero las puertas están para pasarlas. Y ese amor romántico, tan lleno de sentimientos, es solo la antecámara: o crece o se pudre, se hace mayor y más bello cuando madura a un amor de libertad: quiero, quiero querer porque me apetece o sin que me apetezca. No depende de la circunstancia, ni de las ganas, ni de otros: soy yo el que quiere, quiero yo. Por tu gracia soy el amo de mi vida, soy el capitán de mi alma y solo rindo bandera ante mi Dios… porque me da la real gana.

Amor libre, amor comprometido que quiere el bien del otro, que descubre la maravilla que el amado puede llegar a ser si le place, y que es capaz de gastar la propia vida en ayudarlo a conseguirlo.

Así nos quieres Tú, Señor. Cuando aún no éramos tus hijos diste la vida por nosotros. Nos quisiste como éramos y cargaste con esa Cruz al hombro para lograr que llegásemos a ser como Tú nos quieres…y aquí nos tienes.

Así quieres que nos queramos (“este es mi Mandamiento, que os améis unos a otros como Yo os he amado”), quieres que aprendamos a gastar gustosamente la vida en ayudar delicadamente a otros a ser mejores –primero a los más cercanos, porque si no todo se vuelve farsa-, deseas que seamos amables para que sea fácil querernos, porque al querernos también mejoran los demás.

Y así quieres que te queramos ¿cómo es posible tal cosa? A Ti no podemos mejorarte, no somos capaces de hacerte mejor a Ti que eres la perfección hecha persona. “Lo que hicisteis a uno de estos mis pequeños hermanos, a mí me lo hicisteis”. Cuando aprendemos a querer mejor somos mejores, capaces de querer un poco más como Tú quieres, capaces de quererte.

Qué bien te explicas, Señor, con la mano en esa piedra y las rodillas destrozadas, con el madero en el hombro y cuchilladas en el alma.

Callas y no abres boca. Te golpean y bendices. Callas. Si hablaras caerían al suelo como en el Huerto de los Olivos; habría sido gracioso si no hubiera sido tan triste: venían ufanos, con sus palos, sus antorchas y sus espadas. “¿A quién buscáis?” Todos al suelo, ni uno aguantó la fuerza de tus palabras.

Ahora callas. No lo entendemos, no podemos entenderlo cuando sabemos de crueldades, de malos tratos, de asesinatos, de vejaciones sin número ¿es que consientes cuando callas? Quizá estás teniendo con los demás la misma paciencia que tienes con nosotros, que nos creemos buenos y ya ves… Quizá como los buenos padres, como las madres buenas no quieres sustituir a tus hijos y nos das la gracia para actuar nosotros…si nos da la gana. Nos dejas la libertad de ser hijos tuyos o escoria, de hacer lo que hacen todos para camuflarnos y no llamar la atención o de poner la cara, aunque nos la rompan, aunque nos la escupan…como a Ti.

Quizá como los buenos padres, como las madres buenas nos estás queriendo con obras, a los que estamos en este templo y a los que por su gusto nunca entrarían en él. Para hacernos mejores nos quieres bien y nos exiges, sin violentar nuestra libertad, que es el mayor don que los Cielos nos han hecho, aunque a veces no sepamos muy bien qué hacer con ella.

“Si quieres…”, me interrogas con la mirada

Quiero querer. Por eso aquí, al final de este pregón que no sé ni pregonar, porque no soy más que un cristiano de la calle y nada sé de estas artes…ahora que no me atrevo a pregonarte ni a mis hermanos ni a nadie, a mí mismo me pregono a ver si puedo animarme a seguirte más de cerca, a servirte aunque sea tarde.

Yo sé bien que por mí mismo
ni puedo mover la mano,
que por mucho que lo intento
solo sumo otro fracaso;
que a fuerza de voluntad
son dos días lo que aguanto.
Y no quiero que esta gracia
de servir en tu rebaño
me remueva el corazón…
y pase otra vez de largo.

Con la ayuda de tu fuerza,
sí me vuelco en el arado
y no vuelvo atrás la vista
ni para mirar los campos
que se mecen con espigas,
promesas ciertas de grano,
ni los eriales desiertos
que sin tu amor he arruinado.
Nada me vale, Señor,
si Tú no vas en mi barco,
y voy a buscar el agua
donde Tú me la has dejado:
en el seno de tu Iglesia,
en tu amor sacramentado,
en el perdón que regalas
en cada confesionario,
en el centro de la Misa
donde me estás esperando,
como un pedazo de pan
con la tensión de un abrazo.
En el trabajo bien hecho,
en la sonrisa, en el cuidado
a los que mucho me quieren
y a quienes no me quieren tanto.

Si Tú estás cerca me atrevo
a beber en tu costado
las aguas que dan la vida
y me lanzan al trabajo
que es el propio de tus hijos:
irse pareciendo a Ti,
poco a poco hacerse santos.

A ti ahora me dirijo
que me escuchas hace rato,
a ti que hoy has venido
a sentarte en ese banco
para escuchar un pregón
que yo no estoy pregonando:
si se trata de hacer santa
cada semana del año,
yo te ayudo y tú me ayudas
vamos a intentarlo, hermano:
vamos a pedirle a Él,
que no sea el empeño vano,
que su gracia nos ayude
a forjar amor con actos;
que sepamos convertir
cada día en lunes santo.
 
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